domingo, 28 de septiembre de 2008

superhéroe


Una vez conocí a un superhéroe. Se llamaba Antonio Mussoni, pero le decían el Jaguar. Fue un vigilante enmascarado y estuvo activo en Lima durante unos treinta años, entre principios de los 60 y finales de los 80. Era el Happy Hour cerca del golf los Incas, allá por el año 97, y Mussoni era un hombre destruído, muy cerca de los sesenta años pero que parecía tener veinte más, flaco y gordo al mismo tiempo, de pelo blanco y ralo en la coronilla, manos arrugadas. Nos sentamos a beber unos tragos. Yo estaba de visita en la ciudad y me había presentado al viejo un amigo que ya por entonces trabajaba en el gremio detectivesco. Estuvimos dándole a las cervezas y le pedí a Mussoni, al Jaguar, que nos contara una historia de superhéroes. Nos contó la siguiente:

En el año 88 Sendero Luminoso secuestró al Senador Carrillo Urteaga en su propia casa, en San Isidro. La policía había estado tratando de negociar un rescate pero ya entonces sabíamos todos más o menos cómo acabaría la cosa. Así que la cosa iba un poco por el asunto de que el Jaguar estuvo involucrado. Yo no lo recordaba pero un tipo sentado cerca a nuestra mesa nos dijo, sí, sí, yo si lo recuerdo, salió en algunos periódicos, pero lo desmintieron. El gobierno no aprobaba el funcionamiento de vigilantes enmascarados.
En fin, Carrillo Urteaga era un tipo muy activo en la política de la época y un probable blanco de Sendero desde mucho tiempo antes del secuestro por lo que Mussoni había vigilado la zona con antelación. Conocía bien los alrededores y sabía de una posible entrada a través de un acueducto cercano. Pero para entrar iba a necesitar una fuerza tremenda, que él, a sus 47 años, ciertamente no tenía. Así que Mussoni, el Jaguar, asaltó la noche del 2 de julio la residencia de un traficante y se colocó con casi 800 gramos de cocaína. Tomó un taxi en la calle de enfrente y se bajó a una cuadra de la casa del senador, por la avenida Salaverry. Estaba duro como una roca.
El local frente al hogar de Carrillo Urteaga estaba conectado con la residencia vía acueducto. Residuos del dinero viejo. El principal problema era que el Jaguar no tenía idea de a donde le llevaría el acueducto, y eso suponiendo que lograra destartalar la vieja rejilla. Pero lo hizo. Es decir, lo logró. Rodeó los muros del local, burló a los agentes de policía en las cercanías e ingresó en el lugar sin mayores problemas. Cayó de espaldas en el jardín pero a penas sí estuvo un segundo en el suelo cuando se puso en pie y caminó con largas zancadas hacia la rejilla, encostrada en la parte más sucia del muro de cemento. Trató de jalar. Le dio de patadas. Jaló de nuevo y estuvo estrellando los puños contra el hierro oxidado hasta haber magullado la reja lo suficiente para arrancarla, pulverizándose de paso los nudillos de la mano izquierda. La derecha le resistió.
En fin, el viejo vigilante se agachó y se introdujo en el acueducto como pudo. Para avanzar fue toda una cuestión. Raspones, cortes, esguince en el pie derecho e incluso un dislocamiento de la cadera. Claro, todo eso no lo sintió hasta unas horas más tarde. En el momento era como una serpiente enroscada, dando un paseo. Sin mayores problemas para moverse entre el óxido y el fango y la mierda. Era todo bien simple. Y casi sin mayor planificación.
La idea original de Mussoni era que la tubería le llevaría a algún viejo sótano o depósito. Al final le llevó al lugar más parecido. Cuando al fin encontró lo que parecía la parte posterior de un wáter, y reventó la mampostería de yeso y loseta a patadas, el Jaguar se encontró en el cuarto de servicio de las empleadas. Junto con las dos mujeres estaba la hija más pequeña del senador. Las tres estaban atadas y amordazadas. Las desató y como pudo les indicó que huyeran por el acueducto, pero la más grande y vieja de las domésticas se vio incapaz de realizarlo. El espacio era demasiado estrecho para ella. Les resultaba asombroso que un hombre como él hubiera podido lograrlo. Él, sin embargo, no se encontraba en estado de asombrarse.
Aún así, tuvo suficiente lucidez para imaginar que el ruido alertaría a los senderistas. Se ocultó detrás de la puerta y esperó con la cabeza como en una fragua debajo del Etna. Cuando dos centinelas armados entraron en la habitación, Mussoni les esperaba con un gran trozo de cañería entre las manos. Los desarmó. Y los golpeó. Los golpeó sin cesar, una y otra vez. Probablemente hasta matarlos. Aún así hubo disparos. Las balas mataron a la empleada doméstica, y a él lo hirieron arriba de la rodilla y en la pantorrilla. Sangraba, pero no demasiado. Tomó el arma de uno de los terroristas. Salió del cuarto de servicios, cruzó por el patio y se movió de la cocina a la sala.
Los demás senderistas pensaron que la policía había ingresado en la residencia. Mataron a Carrillo Urteaga. Trataron de llevarse a la madre y a la hija mayor por el patio. Detrás de ellos, el Jaguar decidió jugársela. Todo o nada. Demasiado drogado para pensar claramente. Mientras corría abrió fuego contra los senderistas. A uno le destruyó el cráneo. Luego golpeó a otro con el arma, como si fuera un garrote. Trataron de dispararle, pero se aferró al cadáver como a un escudo humano. Entonces mataron a la mujer de Carrillo Urteaga, frente a la niña, frente a él, como una advertencia. Le dijeron que se arrojara al piso, que se llevara las manos a la cabeza, que se agachara. Mussoni nos dijo que tuvo la intención de hacerlo, pero que cuando su cerebro dio la orden, su cuerpo no respondió. Tan solo atinó a dar pasos al frente. Hacia el líder de los senderistas, el que tenía a la niña.
Entonces se oyeron más disparos en la residencia. Sirenas. Gritos de advertencia, informando que la policía había entrado en la casa. El Jaguar se lanzó sobre el tipo. Todo su peso como un saco de plomo contra el del hombre que tenía presa a la niñita. Los aplastó a los dos, al terrorista y a la niña, que no dejaba de llorar. Los hombres corrían al interior de la residencia o trataban de huir como podían. Pero el Jaguar no dejó que el líder huyera. Ahí, encima de él y de la niña, le rompió el cuello. No hubiera podido hacerlo sin la droga, nos dijo. No es como en las películas. Así nada más no le puedes romper las vértebras a otro hombre. Pero él lo hizo. Con un fuerte snap. SNAP. Y el hombre empezó a orinarse y a convulsionar, y la niña lloraba. El Jaguar se levantó y la niña corrió donde el cadáver de su mamá. Luego trató de correr hacia la casa, hacia los tiroteos. Mussoni la cogió por el vestido y la sacó de allí, trepando por el muro del jardín. Una vez afuera, la policía los agarró.

Cuando le preguntamos cómo le fue en prisión, nos dijo que no le fue. Tenía tanto hidroclorido en la sangre que abrió a patadas la puerta del auto de policía. Se lanzó a la calle. Corrió. Escapó. Robó un auto. Con todo y esposas. Atendieron sus heridas en un hospital en Oxapampa. Luego huyó a Bolivia, y estuvo allí varios años. Hasta la fecha del autogolpe, más o menos.
Suena como un empleo ingrato, eso de ser superhéroe, le dije. Entonces Mussoni me miró con esos brillantes ojos verdes suyos, verde ajiaco, como los soles de una galaxia distinta (pude entender por qué le decían el Jaguar). Me mira y me dice, sale más a cuenta ser detective. Investigas y te quedas afuera. No te metes en el asunto. No creas lazos. No se hace personal. Es más práctico.
Entonces mi amigo, el que ya era detective, se ríe muchísimo, y pide tragos para los tres. Pero ya se había acabado el Happy Hour. Así que nos tuvimos que ir. Nos paramos y dejamos al viejo vigilante ahí, solo. 

Uno de estos días voy a hacerte pedazos

los jueves camino largo durante un buen par de horas
los autos pasan al lado, siempre muy cerca
y la luz del sol de primavera se refleja en mis lentes
oscuros
y pienso en la posibilidad de detenerme
un momento en la ferretería
¿cómo me irá hoy en los caballos?
¿cómo estará mi sistema circulatorio?
¿tendré nuevas posibilidades?
¿qué será de mí mañana, el sábado y el domingo?
¿y el lunes?
hay una pequeña niña en una banca
se prende del pelo de su madre
tironea con coraje
no le teme a mamá
es como un duendecito negro prendido a un neurosistema
generando suaves y constantes pulsaciones de odio
el hombre de la ferretería me dice que no puedo fumar adentro
aún queda mucho cigarrillo
así que doy un paso afuera
salgo de ahí
impávido, sin mucho apuro
cualquier día puedo pasar por la ferretería
como cualquier día puedo estrellar el auto contra la barrera del
-------/ sonido
un paso, dos pasos, tres pasos y estoy fuera de la galería
y me encuentro al sol, nuevamente, con sus rayos brillando sobre
-------/ los autos a mi lado
y pienso, voy a seguir caminando
unas cuantas horas
hacia el ocaso.

martes, 23 de septiembre de 2008

El Piso

Vivíamos todos en un piso pequeño en el casco viejo de Gasteiz. Éramos tres latinoamericanos y dos españoles y todos trabajaban o hacían algo menos yo. Yo simplemente solía andar tirado en el departamento, bebiendo o leyendo, o leyendo en la librería que había a la espalda del edificio. De tanto en tanto venían chicas a nuestro piso y hablábamos y me preguntaban qué era lo que hacía yo. "Soy escritor," respondía, y de tanto en tanto eso me conseguía un polvo. No era una vida mala del todo. El único asunto era la sensación de sentirme inútil, que a veces era más fuerte que yo. A veces. Otras simplemente me relajaba, me fumaba un cigarro y tomaba una cerveza mirando a través de la ventana algún punto indeterminado en la calle, o incluso en la pared. Me gustaba más mirar la pared.
De los españoles solo uno era vasco y ese era el que solía traer provisiones. Vino barato, cerveza, a veces una botella de vodka. Cannabis, hongos, ácidos o alguna otra cosa, siempre dentro de lo natural. A nadie en la casa le iba lo sintético, o eso les gustaba decir.
De los latinos había un uruguayo, que era el responsable de que tanto en tanto hubieran chicas. Era pintor, pero más parecía un actor de la tele. No teníamos problema con eso. Traía buen material para sus cuadros y todos nos beneficiábamos.
Luego eran un mexicano que trabajaba en una tienda de zapatos y un aragonés que estudiaba ingeniería. Yo era el único que realmente no hacía nada.

domingo, 21 de septiembre de 2008

Tres Poemas para Mí

I

Busco mi lugar
entre las lagartijas
bajo la arena y las rocas

Me acaricia el sol
la cera se derrite
y contemplo la belleza de mis amplios muros

En mi cuarto hay fragancia de azufre
vive el espíritu del fuego
Soy el hijo de la lanza y el martillo.


II

Más allá del pasillo y en medio de los cuartos
hay un reflejo en el que el sol rinde homenaje
a la luna
entre bocas y alas y aleteos

Ahí entre los vellos como algas
se forma a menudo un remolino
en el verde profundo de aquél pozo
donde se encuentran el jabón y mis pelos.


III

Salud por mí
bebo un ron y una cerveza
me fumo un cigarro
me tomo mi tiempo y me corto las uñas

Tengo que escribir esta semana
(no quiero) me da flojera
Pienso en el almuerzo de este día
¿qué me voy a cocinar? (¿me?)

Si me acerco a la ventana veo un parque
Si me duermo sobre la cama veo calma
Si escribo escribo y escribo encuentro mi locura

Estoy solo y en pijama.

sábado, 6 de septiembre de 2008

Into the void

Marta está de pie ante la vorágine, con un embarazo de seis meses y las mamas consumidas por un cáncer efebo. Vive en un cuarto piso de un edificio con azotea y vista al mar, gris, peludo, enardecido. Tiene un vecino en un departamento del segundo piso, un pollero que la llama por teléfono. Cuando desciende a hacer las compras y pasa por el pasadizo hay letras de crayola encendida que le escupen insultos a la cara y la desnudan y le tajean el cuerpo. Debe aprender a bajar más lentamente, procurando no alertar. Pero el pollero tiene buen oído y buen olfato, siente en el aire la vibra de sus feromonas pálidas y desencajadas, circuncidando al gusano, resonando en los salados recovecos. La llama cuando regresa y le da un susto terrible y la pobre Marta suelta las bolsas sobre la alfombra percudida y tiembla y se esconde de su propia mirada en el espejo, y la llama nuevamente alrededor de la media noche cuando ella duerme y se acaricia la barriga y le dice quiero chuparte aquellas bolsas de canguro, esas medias, esos trapitos cosidos, y atragantarme con ellos. Marta cuelga. Pero el pollero sigue llamándola y mirándola desde la rendija. Así que, cubierta en la frazada de piel tocaya, bañada en el rocío de los muertos, Marta se lanza a la vorágine.

Transporte público

Me veo a mí mismo como a un esclavo del sistema de transporte público. Si los pasajes subieran cincuenta centimos yo tendría que cogerme el hígado con una mano y pagar el pasaje con la otra sin discutir demasiado. Moverse por Lima para mí es sinónimo de combi u ómnibus, especialmente moverme hacia la universidad.
A veces uno ve algo interesante en las combis, y muy de vez en cuando conoce a alguien. El semestre antepasado yo conocí a Adela, en lo que para mí era un momento crítico. No sé si pueda decir que soy un adulto, especialmente porque desde mi punto de vista, según un criterio estricto, no he conocido jamás a una persona adulta. Sin embargo, como persona, a secas, puedo decir que el tiempo del semestre antepasado acabó de definirme. Yo hoy soy los libros que leí, las cosas que sentí y las personas que conocí entre agosto y septiembre del año pasado. Por eso digo que era un momento crítico.
Acababa de regresar de Estados Unidos. Ella estaba sentada al fondo del micro y me senté a su lado. Normalmente me hubiera sentado adelante o pegado a una de las ventanas, pero todos los asientos estaban ocupados salvo ese. No recuerdo cómo empezamos a hablar. Probablemente a raíz de algún tema trivial relacionado al cobrador, como el carnet universitario, que en esos meses había vencido. Aunque es poco probable, porque Adela no iba a la universidad.
Todo fue muy rápido y muy extraño. Yo me dirigía a clase y ella a la embajada de España a aplicar a una visa de trabajo. Paramos el micro en La Victoria, cerca de Tater Ledgar, y caminamos hasta un hostal de la zona. Pagamos por una habitación y un paquete de condones nacionales, y allí estuvimos tirando cerca de tres horas. Cuando terminamos, hablamos un poco más sobre nosotros.
Adela trabajaba con sus hermanos como vendedora en un puestecito en Wilson. Vendía calcomanías, afiches, pines, tazas, lapiceros, todos con logos escogidos por los clientes. Su madre vendía jugo de piña en alguna esquina cercana. De su padre no hablamos. Solo mencionó que había sacado la visa y trabajaba como obrero en España.
Yo le conté la única historia que tenía. La de mi viaje y la carrera que había escogido. Adela se rió. Dijo que era un poco pronto para que decidiera ser artista. También dijo que era el último romántico, con esa forma de hablar que tenía, que me parecía de lo más curiosa. Sonaba totalmente como una mujer de clase media alta, aunque una especialmente cínica. Nos duchamos, nos vestimos e intercambiamos números de celular. Messenger no tenía. Le parecía huachafo.
Nos llamábamos por teléfono poco, pero con religiosidad. Aunque suena casi irónico meter la religión aunque sea de refilón en la historia de nuestra relación. Al cincuenta por ciento de las llamadas seguían las visitas al hostal. Nos volvimos asiduos. Nuestras conversaciones, basadas en las interminables rutas diarias que recorríamos en el transporte público eran los preliminares de nuestros encuentros sexuales, que en una sociedad clasista (y racista) como la nuestra, siempre tenían algo de culposos. Al menos por mi parte.
De tanto en tanto surgían conversaciones sobre los sueños. Literales y en sentido figurado. Ella quería irse a España, casarse con algún español rico (catalán) y no tener que trabajar más. Típico. Pero en contraste, también soñaba con ser diseñadora. No había estudiado nada, pero le encantaba dibujar ropa y a veces incluso me enseñaba algunos diseños hechos con lapiceros de colores en algún cuadernillo Loro o Minerva que guardaba en su cartera. También me contaba que alguna vez pensó en hacerse policía, lo que hacía que me riera.
Una noche fuimos a un chifa junto al hostal, no muy grande, pero limpio. Pedimos platos de arroz chaufa y creo que los dos pedimos sopa wan tang, o al menos yo lo hice, por el frío. Adela me contó que finalmente había tenido su cita en la embajada y le habían negado la visa. Volvería a aplicar, por supuesto, pero se sentía abatida, lo que a mí me parecía perfectamente normal. Le conté que había conocido a una chica, mi vecina, en un reencuentro de los amigos del barrio y que me había gustado un poco, pero que no creía que sucediera nada. Entonces le ofrecí comprar una botella de vodka y vaciarla entre los dos, y después irse cada uno para su casa antes de que el alcohol terminara de subirnos a la cabeza. Ella aceptó, pero no tenía más dinero, así que pagué yo. Compramos la botella en un grifo y estuvimos caminando y bebiendo un rato, hablando. Recuerdo que terminamos en el hostal de nuevo. Por la mañana desperté en mi casa, empijamado. No he vuelto a beber vodka puro desde entonces, aunque he estado acariciando la idea de hacerlo en los últimos tiempos.
En los días que siguieron, alrededor de la quincena de noviembre, comencé a hacerme cada vez más amigo de mi vecina. Nos empezamos a ver más seguido y finalmente tuvimos un indolente encuentro borracho que comenzó en mi jardín y terminó en el cuarto de servicio. No voy a dar detalles, solo diré que no tuve mi mejor desempeño, aunque igual la pasé bien. Después de eso me enfrasqué en la idea de conseguir algo un poco más consistente con la vecina y no volví a llamar a Adela. Coincidentemente, ella tampoco me volvió a llamar.
Ahora leo bastante. Quiero decir, en estos días, he estado leyendo bastante, por placer, para mejorar mi técnica, pero también porque estoy solo. En la combi y en el micro leo muchísimo, página tras página, ignorando al cobrador, al chofer que silba, a la radio e incluso a los demás pasajeros. Es raro que algo me haga separar la mirada de mi lectura, especialmente otra persona. Ando muy concentrado. Aún así, hace unos días llamé por teléfono a Adela. Yo había cambiado mi número pero tenía la esperanza de que ella no lo hubiera hecho. Esperanza vana, supongo, porque parece que el teléfono ya no existe. Quería preguntarle si había conseguido sacar la visa, porque ando dándole vueltas al asunto de emigrar a Europa desde hace un tiempo, y bueno, ver si nos encontrábamos por ahí. Pero todo parece indicar que eso no va a pasar. Espero que no se haya cambiado de número simplemente. Creo que lo justo sería que los españoles le hayan dado la visa.

martes, 2 de septiembre de 2008

un martes

Estuve durmiendo casi veinte horas. No podía quejarme. Afuera de mi cuarto la gente se había estado moviendo y moviendo desde muy temprano y yo prolongué mis horas de sueño conscientemente. Como todo un gran hombre. Me levanté y me acerqué a la computadora, dispuesto a darle una ojeada a mis cosas. Nada interesante. Fui al baño. Estuve leyendo y escuchando música un rato. Luego simplemente estuve tonteando, contestando las llamadas de la casa, molestando a la empleada.
De desayuno me comí un panetón y me preparé un café con chocolate. Luego saqué el vino de la congeladora para que deshielara. Arriba una vez más, prendí la terma y dejé sobre la cama la ropa que pensaba ponerme luego de ducharme. Encendí un cigarrillo y me dediqué a fumarlo mirando por la ventana. Pensando.
¿Los sueños son como las patadas? ¿Sí o no? Quizás cuando la voluntad no era suficientemente fuerte, pero aún así, ¿la voluntad me podía dar mi mujer y mi millón de dólares? No. O quizás simplemente yo no los deseaba realmente. Al menos, no el millón de dólares.
Veinte años. Exactamente igual que con diecinueve, pero más viejo. Y aún no lo suficientemente viejo para que hiciera una diferencia. Quizás tendría más suerte el siguiente año. Al menos a los veintiuno podría beber en el aire, con o sin barba.
Cuando me acabé el cigarro dejé la colilla en mi lata, bajé a la cocina y fui por el vino, aún algo congelado. Mi mamá cocinaba. Me miró.
"¿Qué has hecho con ese vino Sebastián? ¡El vino no se puede congelar! Ahora solo sirve para vinagre. No te puedes tomar ese vino."
"Mjm."
"¡No te puedes tomar ese vino!"
Cogí el vino.
"Mjm."
"No te puedes tomar ese vino, ¿me oyes?"
"Mjm."
Salí de la cocina con mi vino bajo el brazo. Subí y lo dejé en el clóset. Me senté frente a mi computadora y vi que me había bajado un disco que había estado tratando de descargar desde hacía meses. Y pensar que casi lo había sacado de la lista. ¿Lo había deseado bastante fuerte? No, la verdad era que simplemente me había olvidado. Lo abrí y me puse a escucharlo. Era genial.