yo era un joven dichoso
como un lagarto sobre una roca
asoleándome a la luz brillante de Anterión
a la espera de un milagro negro que me sacara de mi monótona
-------------/ alegría
a rastras de ser necesario.
yo iba a los bares de Lima en busca de un poco de miseria
pero no encontré ninguna
estaban todos llenos de música
y un cuerno
grueso y afilado.
masticaba la grama como si fuera un conejo
puesto que me decía la vida que aquello
era saludable y me haría bien
y así esperaba, comiendo pasto, a que llegara el final de mi joven vida
pero entonces un día
sobre los cristales de una botella rota
pude ver la luz verde de mi estrella
mi Sol, mi Señor
¿dó he de encontrar la terra nova
la salvación de mi alma impúdica?
aquí, sobre los cristales
sobre la amplia cúpula del cielo
señalan todos los jóvenes alegres la amplia sombra sobre sus cabezas
aquél terrible gusano que se retuerce
negro profundo/verde pantano
fuego fuego fuego fuego
fuego en las nubes.
y así me río y me río
cuando los cerros se convierten en volcanes
y la grama que mordía se ennegrece y se llena de hongos
y me hacen alucinar un pasado distante
en el que tenía sexo a diario y aún no iba a la universidad
mientras la gente a mi alrededor corría
y la piel de mis tatuajes se convertía
en escamas.
viernes, 12 de diciembre de 2008
martes, 9 de diciembre de 2008
666
Tenía una guitarra conectada a un amplificador de bajo Marshall en un rincón de la habitación. Ella sufría cada vez que la veía, con el amplificador casi siempre encendido, y le acusaba de estar dañando el instrumento.
No tienes ningún respeto por esa guitarra, le decía, la estás matando. Él solo la miraba envuelto en un vendaval de humo desde el otro lado de la habitación, su cabello como una enrredadera superpuesta a la neblina, y siempre sosteniendo aquél cigarrillo entre sus dedos de nudillos tatuados. Entonces le daba un trago a la botella, se ponía de pie y luego la arrojaba al piso, descubría su sexo y la penetraba allí mismo, sin piedad.
Luego, por la noche, ella despertaría, con el silbido del amplificador en sus oídos, adolorida, abochornada, y contemplaría su cuerpo desnudo yaciendo sobre las tablas de madera, profundamente dormido. Enumeraría sus tatuajes, las marcas arcanas sobre su espalda, el ángel sobre su brazo derecho, el caballo de ocho patas sobre el izquierdo, el sol negro, la cruz de Odín y demás pequeños símbolos en sus nudillos, el 666 cerca a su cuello, las runas en su hombro, la bandera de la República de Irlanda. Olería el licor en sus labios cuarteados y en su barba, una mezcla de pelos de alambre negro, plomo y rojizo. Se preguntaría cómo podía permitirse dormir tan apaciblemente, tan tranquilo, manteniendo sus párpados, de pestañas tan rizadas que bordeaban lo femenino, tan cerrados, apretados, como los de un niño o incluso los de un muerto. Pero él no estaba muerto. Estaba muy vivo, ya lo sabía. Las cicatrices en sus muslos y alrededor de su cuello se lo recordaban.
Se cuidaba muy bien de no apagar el amplificador, si es que él lo había dejado encendido alguna noche. Si lo hubiera apagado, sabía muy bien que al descubrirlo él la habría convertido en presa de su furia borracha, en blanco de sus rituales y sus encantamientos y en el juguete predilecto de sus gatos, a los cuáles disfrutaba ver lacerando la carne blanca de sus piernas.
A veces, él despertaría antes que ella, y la llamaría a la mesa. No era un mal cocinero, pese a no contar con demasiados recursos ni variedad de ingredientes. Su especialidad eran los guisos de carne de puerco y visceras, los cuáles salteaba y aderezaba con una amplia variedad de hierbas que adquiriría su vieja casera por él en la tiendecilla herbolaria que quedaba justo en la otra manzana, bastante cerca de ahí, y que sin embargo estaba en un mundo mucho más luminoso que aquél.
Las sombras son nuestra luz, le dijo él una vez, cuando ella le señaló ese último detalle.
Se sentaban a la mesa por las noches y entonces él ya no se molestaba en ofrecerle alcohol, pues sabía que ella no lo deseaba, pero eso no le impedía beber a él. Se encendía cigarrillos con una mano y y se llevaba la comida y la bebida a la boca con la otra. Luego, cuando terminaban, y no antes de que ella hubiera comido todo lo que había en su plato, de raciones cada vez más pequeñas, él se sentaba en el rincón donde vibraba aquella maltratada guitarra, que no era una Fender ni una Les Paul ni ninguna buena guitarra, sino una guitarra eléctrica cualquiera, una guitarra que no hubiera destacado nunca ni hubiera halagado nunca nadie por su calidad, solo una guitarra eléctrica dolida que él sostendría sobre sus piernas dobladas y primero rasgaría, despacio, y después, solo cuando se diera cuenta de que ella lo estaba mirando, de que sería capaz de desgarrar su mente y su corazón y sus arterias con sus riffs planetarios, mastodónicos, se dedicaría a tocar, tocar hasta escucharla gritar "¡LA ESTÁS MATANDO!", y sin embargo continuar, continuar hasta que sus sentidos se embotaran y solo quedara el vapor oscuro rodeándolos.
"¿Sabes qué es lo bueno de no tener nada que hacer?" le preguntaría él entonces, y ella negaría con la cabeza, apoyada en un muro, casi inerte. Entonces él añadiría, haciendo la guitarra a un lado: "Que hay tiempo para pensar en el futuro."
No tienes ningún respeto por esa guitarra, le decía, la estás matando. Él solo la miraba envuelto en un vendaval de humo desde el otro lado de la habitación, su cabello como una enrredadera superpuesta a la neblina, y siempre sosteniendo aquél cigarrillo entre sus dedos de nudillos tatuados. Entonces le daba un trago a la botella, se ponía de pie y luego la arrojaba al piso, descubría su sexo y la penetraba allí mismo, sin piedad.
Luego, por la noche, ella despertaría, con el silbido del amplificador en sus oídos, adolorida, abochornada, y contemplaría su cuerpo desnudo yaciendo sobre las tablas de madera, profundamente dormido. Enumeraría sus tatuajes, las marcas arcanas sobre su espalda, el ángel sobre su brazo derecho, el caballo de ocho patas sobre el izquierdo, el sol negro, la cruz de Odín y demás pequeños símbolos en sus nudillos, el 666 cerca a su cuello, las runas en su hombro, la bandera de la República de Irlanda. Olería el licor en sus labios cuarteados y en su barba, una mezcla de pelos de alambre negro, plomo y rojizo. Se preguntaría cómo podía permitirse dormir tan apaciblemente, tan tranquilo, manteniendo sus párpados, de pestañas tan rizadas que bordeaban lo femenino, tan cerrados, apretados, como los de un niño o incluso los de un muerto. Pero él no estaba muerto. Estaba muy vivo, ya lo sabía. Las cicatrices en sus muslos y alrededor de su cuello se lo recordaban.
Se cuidaba muy bien de no apagar el amplificador, si es que él lo había dejado encendido alguna noche. Si lo hubiera apagado, sabía muy bien que al descubrirlo él la habría convertido en presa de su furia borracha, en blanco de sus rituales y sus encantamientos y en el juguete predilecto de sus gatos, a los cuáles disfrutaba ver lacerando la carne blanca de sus piernas.
A veces, él despertaría antes que ella, y la llamaría a la mesa. No era un mal cocinero, pese a no contar con demasiados recursos ni variedad de ingredientes. Su especialidad eran los guisos de carne de puerco y visceras, los cuáles salteaba y aderezaba con una amplia variedad de hierbas que adquiriría su vieja casera por él en la tiendecilla herbolaria que quedaba justo en la otra manzana, bastante cerca de ahí, y que sin embargo estaba en un mundo mucho más luminoso que aquél.
Las sombras son nuestra luz, le dijo él una vez, cuando ella le señaló ese último detalle.
Se sentaban a la mesa por las noches y entonces él ya no se molestaba en ofrecerle alcohol, pues sabía que ella no lo deseaba, pero eso no le impedía beber a él. Se encendía cigarrillos con una mano y y se llevaba la comida y la bebida a la boca con la otra. Luego, cuando terminaban, y no antes de que ella hubiera comido todo lo que había en su plato, de raciones cada vez más pequeñas, él se sentaba en el rincón donde vibraba aquella maltratada guitarra, que no era una Fender ni una Les Paul ni ninguna buena guitarra, sino una guitarra eléctrica cualquiera, una guitarra que no hubiera destacado nunca ni hubiera halagado nunca nadie por su calidad, solo una guitarra eléctrica dolida que él sostendría sobre sus piernas dobladas y primero rasgaría, despacio, y después, solo cuando se diera cuenta de que ella lo estaba mirando, de que sería capaz de desgarrar su mente y su corazón y sus arterias con sus riffs planetarios, mastodónicos, se dedicaría a tocar, tocar hasta escucharla gritar "¡LA ESTÁS MATANDO!", y sin embargo continuar, continuar hasta que sus sentidos se embotaran y solo quedara el vapor oscuro rodeándolos.
"¿Sabes qué es lo bueno de no tener nada que hacer?" le preguntaría él entonces, y ella negaría con la cabeza, apoyada en un muro, casi inerte. Entonces él añadiría, haciendo la guitarra a un lado: "Que hay tiempo para pensar en el futuro."
domingo, 7 de diciembre de 2008
ojo de Odín
ante la multitud
golpeo una puerta de vidrio
y la destruyo
heriste con tu honda al hijo de mi hermano
una piedra tallada hendió su ojo azulado
cuando jugaba entre la hierba seca del campo
el aleteo de los guardacaballos y los agudos lamentos nos avisaron
y tu presencia pudo sentirse en el vacío,
siniestra,
mas no te dejaste ver y huíste
ahora, sin embargo, te presentas aquí
con tantas vidas entre tú y yo
armado
pretendes golpear mis huesos y castigarme
remecer el vitriol de mis órganos y mofarte abiertamente
esto no es para ti más que un juego diplomático
un taller de debate
una escuela de artes escénicas
pero te aseguro
que no hay comedia en la base de mis puños o en la suela de mis botas
ni diplomacia en el reflejo del sol verde en los cristales
ni me resulta
singular
la sorpresa apabullante rodeándonos
ahora que estás sobre la loseta
no son los golpes en tu cráneo los que me hipnotizan
es la posibilidad más bien
de tomar un vidrio oscuro de entre las trizas
e incrustarlo, lentamente y sin recato,
en la cuenca de tu ojo amoratado.
golpeo una puerta de vidrio
y la destruyo
heriste con tu honda al hijo de mi hermano
una piedra tallada hendió su ojo azulado
cuando jugaba entre la hierba seca del campo
el aleteo de los guardacaballos y los agudos lamentos nos avisaron
y tu presencia pudo sentirse en el vacío,
siniestra,
mas no te dejaste ver y huíste
ahora, sin embargo, te presentas aquí
con tantas vidas entre tú y yo
armado
pretendes golpear mis huesos y castigarme
remecer el vitriol de mis órganos y mofarte abiertamente
esto no es para ti más que un juego diplomático
un taller de debate
una escuela de artes escénicas
pero te aseguro
que no hay comedia en la base de mis puños o en la suela de mis botas
ni diplomacia en el reflejo del sol verde en los cristales
ni me resulta
singular
la sorpresa apabullante rodeándonos
ahora que estás sobre la loseta
no son los golpes en tu cráneo los que me hipnotizan
es la posibilidad más bien
de tomar un vidrio oscuro de entre las trizas
e incrustarlo, lentamente y sin recato,
en la cuenca de tu ojo amoratado.
martes, 2 de diciembre de 2008
diario
bajamos las escaleras a toda carrera
por la mañana
solo para encontrarnos a la media hora
aplastados.
por la mañana
solo para encontrarnos a la media hora
aplastados.
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