Tenía una guitarra conectada a un amplificador de bajo Marshall en un rincón de la habitación. Ella sufría cada vez que la veía, con el amplificador casi siempre encendido, y le acusaba de estar dañando el instrumento.
No tienes ningún respeto por esa guitarra, le decía, la estás matando. Él solo la miraba envuelto en un vendaval de humo desde el otro lado de la habitación, su cabello como una enrredadera superpuesta a la neblina, y siempre sosteniendo aquél cigarrillo entre sus dedos de nudillos tatuados. Entonces le daba un trago a la botella, se ponía de pie y luego la arrojaba al piso, descubría su sexo y la penetraba allí mismo, sin piedad.
Luego, por la noche, ella despertaría, con el silbido del amplificador en sus oídos, adolorida, abochornada, y contemplaría su cuerpo desnudo yaciendo sobre las tablas de madera, profundamente dormido. Enumeraría sus tatuajes, las marcas arcanas sobre su espalda, el ángel sobre su brazo derecho, el caballo de ocho patas sobre el izquierdo, el sol negro, la cruz de Odín y demás pequeños símbolos en sus nudillos, el 666 cerca a su cuello, las runas en su hombro, la bandera de la República de Irlanda. Olería el licor en sus labios cuarteados y en su barba, una mezcla de pelos de alambre negro, plomo y rojizo. Se preguntaría cómo podía permitirse dormir tan apaciblemente, tan tranquilo, manteniendo sus párpados, de pestañas tan rizadas que bordeaban lo femenino, tan cerrados, apretados, como los de un niño o incluso los de un muerto. Pero él no estaba muerto. Estaba muy vivo, ya lo sabía. Las cicatrices en sus muslos y alrededor de su cuello se lo recordaban.
Se cuidaba muy bien de no apagar el amplificador, si es que él lo había dejado encendido alguna noche. Si lo hubiera apagado, sabía muy bien que al descubrirlo él la habría convertido en presa de su furia borracha, en blanco de sus rituales y sus encantamientos y en el juguete predilecto de sus gatos, a los cuáles disfrutaba ver lacerando la carne blanca de sus piernas.
A veces, él despertaría antes que ella, y la llamaría a la mesa. No era un mal cocinero, pese a no contar con demasiados recursos ni variedad de ingredientes. Su especialidad eran los guisos de carne de puerco y visceras, los cuáles salteaba y aderezaba con una amplia variedad de hierbas que adquiriría su vieja casera por él en la tiendecilla herbolaria que quedaba justo en la otra manzana, bastante cerca de ahí, y que sin embargo estaba en un mundo mucho más luminoso que aquél.
Las sombras son nuestra luz, le dijo él una vez, cuando ella le señaló ese último detalle.
Se sentaban a la mesa por las noches y entonces él ya no se molestaba en ofrecerle alcohol, pues sabía que ella no lo deseaba, pero eso no le impedía beber a él. Se encendía cigarrillos con una mano y y se llevaba la comida y la bebida a la boca con la otra. Luego, cuando terminaban, y no antes de que ella hubiera comido todo lo que había en su plato, de raciones cada vez más pequeñas, él se sentaba en el rincón donde vibraba aquella maltratada guitarra, que no era una Fender ni una Les Paul ni ninguna buena guitarra, sino una guitarra eléctrica cualquiera, una guitarra que no hubiera destacado nunca ni hubiera halagado nunca nadie por su calidad, solo una guitarra eléctrica dolida que él sostendría sobre sus piernas dobladas y primero rasgaría, despacio, y después, solo cuando se diera cuenta de que ella lo estaba mirando, de que sería capaz de desgarrar su mente y su corazón y sus arterias con sus riffs planetarios, mastodónicos, se dedicaría a tocar, tocar hasta escucharla gritar "¡LA ESTÁS MATANDO!", y sin embargo continuar, continuar hasta que sus sentidos se embotaran y solo quedara el vapor oscuro rodeándolos.
"¿Sabes qué es lo bueno de no tener nada que hacer?" le preguntaría él entonces, y ella negaría con la cabeza, apoyada en un muro, casi inerte. Entonces él añadiría, haciendo la guitarra a un lado: "Que hay tiempo para pensar en el futuro."
martes, 9 de diciembre de 2008
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