sábado, 31 de mayo de 2008

Confesión 1

Recuerdo la primera vez que te vi sexualmente. Llevabas puesta una blusa amarilla y regresábamos juntos en un taxi luego de las clases en la Alianza Francesa. Me hablabas de unos alumnos que tuviste, a los que dabas clases de matemática, hijos del embajador del Líbano o algo así. Sin embargo, mi atención había recaído en tus pechos. Es cierto que eran pequeños, pero me di cuenta de que me gustaban. Me gustaron mucho, y a riesgo de sonar vulgar, me di cuenta de que no encontraría otro par de tetas igual.
Supongo que no lo había hecho antes porque había asumido que tenías mi edad, y yo no solía ver de ese modo a la gente de mi edad. Pensé en cómo sería tocarlas, cómo sería probarlas y hacerte el amor. Claro, me sentí un poco culpable. Hasta ahora habías sido realmente amable conmigo, y los asuntos de índole sexual, al involucrarse conmigo, se tornaban algo agresivos. Me sentí culpable porque yo no era un amante gentil; esto no quiere decir que no fuera un amante generoso (lo soy, o me gusta pensarlo así). Simplemente, quiere decir que no importaba lo suave que tratara de ser o lo satisfecha que dejara a mi compañera, siempre terminaba lastimándola en mayor o menor medida. Y yo realmente no quería lastimarte.
Digamos que yo con el sexo era algo así como tú con las relaciones sentimentales. Aún así, no dejaba de escuchar lo que decías. Yo nunca dejé de escuchar lo que decías. Te preguntabas qué habría sido de tus alumnos. Pobrecitos, pensaba yo. Pobrecitos por no haberte visto otra vez, y sin embargo, qué afortunados por haber tenido una maestra como tú. Sí, en eso pensaba. Me hubiera gustado que tú me hubieras dado clases de matemáticas, me decía sin poder dejar de mirarte. A ti y a tus pechos.

(30 de junio del 2007)

La Espada del Bastardo

- Hastur Medio Elfo, el Híbrido- dijo Lofto dando un mordisco a su manzana -. El más grande herrero que ha vivido en este mundo. Despreciado por elfos y hombres, fue criado por los enanos de Dôroth. Cuando adquirió fama entre los maestros de armas de los enanos, su nombre se mencionó en la profecía y su padre, el Alto Rey Cinneas, lo reclamó para los suyos. Entre los altos elfos, Hastur Medio Elfo aprendió los secretos de las legendarias hojas lunares, y prontó forjó anillos y una hermosa armadura para su padre, azul como los ojos de mi dama, y escudos y espadas para las más poderosas familias élficas... pero muy a pesar del rey Cinneas, Medio Elfo supo reconocer la importancia de su papel en el futuro de Aerdy, y abandonó la corte de Thandurin para recorrer otros reinos de la Buena Gente y también las tierras de las tribus humanas. Había que aprender todo lo que pudiera aprender, decía el Híbrido. Y lo aprendió, sí.
"Y cuando hubo recorrido todo el mundo conocido, Hastur Medio Elfo subió a la colina más alta del valle que entonces ya era llamado Arcynthia, pero que no era ningún reino todavía, y allí estableció su fragua y aceptó tres aprendices de entre los primeros hombres. Y aguardó, siempre trabajando, forjando armas, sí, pero también herraduras para los caballos, herramientas de trabajo para los hombres y joyas para las mujeres de los caciques. Pero siempre aguardando que llegara la hora en que habría de desempeñar su parte en la profecía. Y cuando comenzó la guerra, y llegó el Rey Demonio con sus banderizos y sus sacerdotes araña, con las hordas de los lor y los orcos y gigantes del Este, el Híbrido aguardó en su forja la llegada del Bastardo. Y cuando el guerrero llegó ante él, Hastur Medio Elfo le prometió un arma digna de un rey.
"Y qué arma, hasta hoy no se ha visto una igual, y quizá nunca la veamos. Antes de forjarla, el Híbrido y sus aprendices ayunaron y se purificaron ritualmente. Se dice que luego, ataviados como sacerdotes blancos, iniciaron el trabajo. Los secretos de elfos, enanos y hombres, los secretos del acero, la roca y el fuego, todos ellos reunidos en un incesante martillear. Clanc. Clanc. Clanc.
Aquí el viejo bardo hizo una pausa. Alzó su copa y bebió, antes de continuar.
- Una hoja brillante, larga y fuerte, precisa- continuó -. Con una empuñadura sencilla, nada que merezca la pena enturbiar con descripciones ostentosas. Hastur Medio Elfo entendía que la belleza de las armas no está en la cantidad de gemas incrustadas que estas tengan. Cuando hubo pasado un ciclo lunar, los aprendices del Híbrido descendieron de la colina, y entregaron a Barael el Bastardo su nueva arma. El arma de un rey. La perdición del Rey Demonio, matadora de los sacerdotes araña, vertedora de la sangre plateada. Asesina de los lor.
"La verdad es que Medio Elfo no pudo ser más exacto con el tiempo, porque el ejército del Rey Demonio llegó al valle al amanecer. Pero todos conocemos la profecía. El hijo bastardo del cacique Amael, de la tribu de los ebethronis, daría muerte al Rey Demonio con la espada forjada por el Híbrido, los ejércitos aliados de elfos y hombres frenarían el avance de las huestes negras, y el bastardo sería coronado como rey de los ebethroni, el primer monarca humano. Así que sin dudarlo siquiera, Barael avanzó hasta donde estaba el Rey Demonio, bloqueó los golpes que debía bloquear y esquivó el resto, y cuando llegó el momento, alzando la espada contra el oscuro, reclamó su cabeza cornuda. Y cuando la batalla hubo terminado, allí donde se derramó la sangre de araña, el Bastardo hincó la rodilla y fue coronado ante los ojos de los dioses y los hombres, rey de los ebethronis y primero de los reyes del valle.
"Todos conocemos la historia de la sagrada Ebethron, la primera de las ciudades humanas, la más antigua y la más bella. Todos sabemos del glorioso imperio que se formó en torno a ella y de la era de esplendor que trajo nuestra raza, lo sabemos. Y sí, el imperio cayó, pero la luz de la Espada continúa brillando. El arma se ha perdido, pero la Espada vive en nuestra sangre, la sangre de los ebethroni y de las demás reinos del valle. Vive en la sangre de nuestros reyes, en la Casa del Bastardo que aún nos gobierna. Ya no tenemos el acero del Híbrido, pero aquí estamos. ¡Esta es la Espada, la que brilla en el blasón de nuestro rey! ¡Su Radiante Majestad, Ariel de la Casa del Bastardo, el Cuarto de Su Nombre, Rey de los Ebethroni y los Reinos Unidos de Arcynthia!
Hubo silencio. Uno de los hombres alzó la voz.
- Apestas- dijo. Luego siguió bebiendo, y todos hicieron lo mismo, incluso Lofto.

miércoles, 28 de mayo de 2008

Bodega

Estábamos yendo a comprar cerveza Copete y yo cuando nos encontramos con el viejo Franklin.
- ¡Eh, Copete! ¿Eres tú?
- No, soy Pecote- respondió Copete.
- Ah. Ah, ya entiendo, ¡estás jodiendo conmigo! Jojojo. ¿Quién es tu amigo?
- Yo soy el Payaso Plin Plin- dije.
- ¿En serio?- dijo el viejo Franklin.
- En serio Franklin- dije yo.
- Ah vale.
El viejo Franklin parecía muy satisfecho consigo mismo, por lo que Copete decidió bajarlo del castillo.
- Está jodiendo contigo Frank- le dijo.
- Ah mierda- dijo el viejo borracho -. ¿Por qué todos tratan de joder conmigo, y ni siquiera de la buena forma? Son todos unos hijos de puta, Copete.
- Mi mamá no te ha hecho nada, Frank, y no voy a dejar que te metas con ella.
Copete ya estaba sacando el cuchillo, así que traté de detenerlo.
- Eh, Copete, tranquilo, aquí el viejo Frank está borracho. Frank, la gente se mete contigo siempre porque siempre estas borracho. Es así, uno jode con los borrachos. Y no de la buena forma.
Algo dentro del viejo Franklin no me creyó, porque el viejo Franklin pareció no creerme, y me lo dijo.
- Mierda, yo no estoy borracho. ¡Yo no estoy borracho y no te creo! ¡No te creo nada!
- Vale Frank, nosotros nos vamos de aquí. Nos vamos a comprar.
- Sí, a comprar cerveza y para ti no hay- añadió Copete, guardándose el cuchillo en la casaca.
- Oh, ¿cerveza? ¿Si pongo algo me invitarán?
- No Frank, maldita sea, vete. No queremos nada contigo- Copete estaba molesto y ya estaba sacando el cuchillo de nuevo, así que me puse entre los dos.
- Tranquilo gordo, tranquilo. Es solo el viejo Frank, y no se ha metido con tu mamá ni nada.
Franklin dio un salto y se puso frente a Copete.
- ¡Eres un hijo de puta, ERES UN HIJO DE PUTA! ¡VOY A TIRARME A TU MADRE!
- ¡Eh, la puta que te parió!
Copete agarró el cuchillo. Traté de separarlos, pero por bobalicón, me terminó clavando el cuchillo en el costado. Grité y me caí. Entonces Copete salió corriendo y me dejó solo con el viejo Franklin.
- Eh... ¿Frank... papá? Creo que vas a tener que llevarme al hospital.
- ¿Eh? Mierda, Lucas, no te reconocí.
- Creo que vas a tener que llevarme al hospital, papá.
- Ah, vale. Pero no tengo auto.
- Ah... ok.
De repente empezó a hacer mucho frío y me di cuenta de que me estaba desangrando.

Ala.

sábado, 24 de mayo de 2008

Edurne y Aitor

Edurne no podía dormir. Había pasado cerca de una semana desde que fuera rescatada y no podía decir que hubiera descansado siquiera diez horas en ese tiempo. Y no era solo la desconfianza que le producían sus dudosos salvadores, sino también el frío que le calaba hasta los huesos. Esa noche, les había rogado que encendieran una hoguera, pero Peru se había negado con vehemencia.
- Hay cosas peores que los bandidos en las montañas, Alteza- le había dicho el mercenario tuerto -. No os matará la brisa de otoño, pero tal vez lo hagan las bestias.
Edurne lo sabía. Eran las montañas del reino de su padre, donde moraban las Tres Legiones. Pero los guerreros egurriak no eran los únicos que habitaban las cordilleras, sino también leones montañeses, bestias desplazadoras e incluso bandas de orcos. El fuego podía ser un aliado, pero también un terrible enemigo. Y los hombres que la protegían, Peru y Zuri... Zuri ni siquiera era de Egurria, sino de Ibaizabal. Simplemente no podía confiar en ellos, por mucho que lo intentara. Al amanecer, Peru se acercó para despertarla, pero no se sorprendió al hallarla despierta. Hacía tiempo que había dejado de insistirle que debía descansar. De desayuno comieron patatas secas con bacalao y pan negro.
- Se ha acabado el pescado, Alteza- le dijo Zuri mientras afilaba su daga con una piedra de amolar -. Esta tarde comeremos papas y bellotas. Si queréis alguna uva pasa.
El ibaitarrak siempre sonreía con afabilidad, pero había algo insolente en su voz y en sus ojos que a Edurne no le gustaba nada. Era bastante más joven que Peru y tenía los dos ojos, pero su cabello rubio rojizo era una maraña tan gruesa y enrredada como la lana de una oveja, y olía tan mal o peor como su compañero. Una tarde se le había acercado demasiado mientras descansaban y le había dado un empujón con tanta fuerza que el ibaitarrak había caído al suelo sobre las grupas.
- Vaya, parece que es verdad que los Harria sois duros como la roca, mi señora- le había dicho.
- Llamadme Alteza, mercenario. Tendríais que saber mejor cuál es vuestro lugar- le respondió ella. Zuri había reído suavemente y se había disculpado, pero sus ojos habían ardido con algo más que insolencia. ¿Furia, tal vez?
Cabalgaron un largo trecho, sin siquiera detenerse para comer. Edurne se había negado y los mercenarios no insistieron. La verdad era que no tenía mucha hambre y cada parada servía para retrasar su descenso Finalmente, tuvieron que detenerse a pocos metros de un desfiladero. Las monturas estaban agotadas y Peru había logrado convencerla; no quería matar a los caballos.
Zuri y ella se habían echado a descansar mientras Peru montaba guardia. El hombre tuerto estaba sentado sobre una roca, arco en mano, con un puñado de flechas clavadas a su alrededor.
- ¿Peru?
Una vez más, dormir le había resultado imposible.
Peru suspiró.
- Decidme, Alteza.
Edurne se acercó a donde estaba el mercenario. El viento le agitaba los rizos de obsidiana.
- ¿Lo hicisteis solo por la recompensa?
Edurne pudo ver la sonrisa que se formaba bajo la espesa barba.
- Sois la princesa de Egurria, Alteza. Hicimos lo que teníamos que hacer.
- Vuestros amigos no eran egurriak, Peru. No debían a mi padre ninguna lealtad.
- Es cierto princesa. Pero Lord Ugarte sí. Era lo justo, lo que cualquier hombre honrado hubiera hecho. Incluso los aventureros y los que aceptan el oro de los nobles pueden tener honor, Alteza.
Aventureros. Edurne sonrió con tristeza. Aquella era una palabra romántica para referirse a saqueadores y mercenarios, criaturas idealizadas por las canciones y las historias de los bardos.
- Entonces sí fue por la recompensa.
Peru no respondió, y Edurne se retiró para acostarse en el rincón donde yacían sus mantas.
Más tarde esa misma noche, la despertó el ruido de los pasos de un borracho. Zuri cayó a su lado con la botella de vino en la mano.
- Alejáos- dijo Edurne con voz ronca, poniéndose de pie de un salto. "Mierda," oyo murmurar a Zuri mientras se ponía de pie.
- Tiritábais, mi señora- dijo el mercenario -. Os traía mis mantas y un poco de vino caliente.
Le dio un trago rápido a la bebida.
- Bueno, quizás no tan caliente.
Edurne quiso gritar, pero entonces toda la torpeza de Zuri desapareció y pronto se encontró frente a ella, con una mano sobre su boca y otra rodeando su cintura.
- ¡Dejad a Peru dormir, joder, ya bastante ha hecho por vos! ¿Por qué tenéis que ser tan melindrosa?
Sus ojos se encontraron. Los de la princesa, grandes y almendrados, y los del mercenario, grises y brillantes. Enloquecidos.
Lentamente, Zuri retiró la mano de su boca, solo para recibir un escupitajo de Edurne en la cara. El muchacho le tapó la boca nuevamente, sin siquiera molestarse en limpiarse la saliva.
- Claro, cuando queréis sois toda regia, Alteza, pero la verdad es que sois una fiera. Os hace falta más que vino para calentaros- Zuri sacudió la cabellera -. La verdad es que os falta un hombre en el lecho. Es eso. Habéis florecido hace ya tiempo y necesitáis un hombre que os quite el frío. Alguien joven y fuerte y apasionado... ja.
Zuri se apretó contra ella y Edurne pudo sentir su aliento a vino, y la presión de su entrepierna contra su cuerpo. Zuri la olisqueó despacio y dejó escapar un suspiro. Entonces ella no pudo aguantar más y le propinó un rodillazo, ahí donde sentía el bulto de su miembro.
- ¡Perro ibaitarrak!- gritó.
- ¡Joder... ! - el mercenario aulló de dolor -. ¡No... esperad!
Edurne había echado a correr, y sin siquiera ensillar su caballo, subió sobre él y huyó cabalgando.
- ¡Edurne!- pudo escuchar como un lamento tras de ella.
Cabalgó sin detenerse, durante un tiempo que le pareció una eternidad, con las nalgas sangrando y los muslos entumecidos y el viento golpeándola en el rostro. Cabalgaba y cabalgaba. No quería saber más de mercenarios, ni de las frías montañas de los legionarios, ni de los traidores como Lord Ugarte. Solo quería volver a su casa y ver a su padre, y no saber más de hombres ni de aventureros, ni de Zuri y sus ojos grises.
Un golpe seco en las patas de su montura hizo que la bestia la descabalgara, relinchando con dolor. Edurne cayó al suelo y rodó sobre si misma, a penas conciente del dolor que sentía.
- Hemos esperado todo el maldito día de mierda- dijo una voz gutural sobre ella. Tardó en darse cuenta de que no le hablaba en la lengua nafar, sino en ebethroni, la lengua común de los pueblos libres. Abrió los ojos. Por un momento no pudo ver más que luces de brillantes colores, tonos de verde y rojo, pero poco a poco descubrió ante ella los rostros porcinos, grisáceos, las sucias greñas, los ojos que brillaban como carbones ardientes... y las hachas de batalla.
Cerró los ojos nuevamente, pero no trató de negar la realidad. Sabía que aquellos que la rodeaban no eran seres humanos. Eran orcos grises de las montañas de Egurria, salvajes y enemigos de todos los hombres. Los escuchó hablar en su lengua, tosca y gutural. El nafarrera que se hablaba en Egurria e Ibaizabal no era un idioma delicado a comparación de las lenguas de otras naciones continentales, pero sin duda, la lengua de los orcos lo dejaba muy por detrás.
Seguramente discutían si debían conservarla como rehén o si simplemente debían violarla o quizás hacerle algo mucho peor. No lo sabía, pero ella no estaba dispuesta a tolerarlo. Prefería morir.
- Niña- comenzó a decir el orco que había hablado antes. Sin embargo, algo lo distrajo, porque se volvió hacia un lado, imitado por sus compañeros, como esperando o escuchando algo con atención. Entonces gritaron, furiosos, y entre sus gritos Edurne oyó los cascos de los caballos. Uno de los orcos dio una orden y otro la levantó de forma brutal y sin hacer esfuerzo, como si no fuera más que una bebé. Edurne trató de defenderse, lo mordía y lo golpeaba y pese al dolor en las piernas no dejaba de patear. El orco, sin embargo, a penas se inmutaba, y se movió a la carrera. Cuando hubieron llegado a una caverna, la criatura la dejó caer sobre el piso de piedra.
- ¡Engendro Dorrhuk llevar tu estómago va!- rugió, y empezó a desatarse el cinto. Edurne quiso ponerse de pie pero el orco le dio una patada en el estómago, devolviéndola a donde estaba. Entonces se lanzó sobre ella, dispuesto ultrajarla.
- ¡Dejadme, bestia inmunda!- exclamó Edurne. La saliva verdosa del orco goteaba sobre su cuello, su olor a rancio impregnaba todo a su alrededor y los pelos duros de todo su cuerpo le hacían daño mientras el salvaje trataba de rasgar sus vestiduras. Entonces algo lo sacó de encima suyo. Alguien. Como un relámpago, Zuri empujó a Dorrhuk contra una de las paredes de la cueva y le hundió la espada en las entrañas. Dorrhuk chilló de furia y dolor y el mercenario ibatarrak retiró la espada de su cuerpo, antes de cortarle el cuello. El orco se llevó las manos a la garganta al mismo tiempo que Zuri lo atacaba de nuevo en el mismo sitio, cortándole los dedos además de
Los rayos rojos del sol de la mañana se filtraban en la cueva, y Edurne pudo ver la sangre negra bañando a Zuri, a su espada, a las paredes y el mismo suelo. Y sin embargo, la princesa no estaba asustada. Trató de sonreír, pero no pudo; le dolían demasiado las piernas.
Peru no tardó en llegar con el arco y un hacha orca en la mano; él también estaba manchado con sangre de salvajes. Al verse, ninguno de los dos mercenarios se dijo nada, pero Zuri agachó la cabeza e hizo un gesto hacia Edurne.
- ¡Princesa!- exclamó Peru entonces -. ¿Estais bien? ¿Estais herida?
- Estoy bien, Peru- dijo Edurne. Había tratado de tranquilizar al mercenario tuerto con el sonido de su voz, pero esta no era más que un hilo ronco. Se aclaró la garganta -. Creo que me he roto una pierna, tal vez las dos.
Peru pidió su aprobación con una mirada y palpó sus piernas. Edurne dejó escapar un leve quejido y el hombre pareció aliviado.
- No... habéis tenido suerte, tan solo una luxación. Tenéis el tobillo roto, pero no es nada grave. Podré encargarme de esto.
Cuatro días después, llegaron a Roca Dorada, una pequeña aldea al pie de las montañas. Ahí los hombres de su padre recibieron a Edurne, que hablaron con Peru durante un rato.
- Realmente espero que nos disculpéis, princesa- le dijo el mercenario cuando se acercó a ella para despedirse -. Ha sido un honor para mí... sois valiente. Sois una verdadera Harria de la Montaña.
Edurne sonrió con calidez.
- Gracias, Peru.
Zuri no pudo estar ahí para despedirse. Peru lo había enviado a buscar una posada y provisiones.
Una parte de Edurne hubiera querido olvidar todo lo sucedido en las montañas, pero la princesa que había en ella no podía hacerlo. Los primeros Harria eran legionarios de las montañas, guerreros de roca y bronce. Había sobrevivido, se había hecho más fuerte.
Habían pasado años, pero no pudo evitar recordar todo mientras se adentraban en Ibaizabal, dejando atrás las montañas inclementes para entrar en tierras más verdes y amables. Ahurti, la capital del reino, era una promesa de otros tiempos. En Irún, la capital de Egurria, abundaban las construcciones de piedra, legado de los antiguos señores nafarrak, pero Ahurti era distinta, llena de altas construcciones de mármol blanco y plata élfica, templos y plazas, reflejo de la cultura ebethroni que conquistó la península nafar hacía siglos. Era eso por sobre todas las cosas lo que separaba a los egurriak de los ibaitarrak. Pulido mármol blanco y piedra dura e inclemente.
Los estandartes de los Lehoi colgaban de las almenas del palacio real, un león dorado sobre campo de azur. Caballeros vestidos con relucientes armaduras, montados en inmensos corceles blancos les aguardaban.
- La belleza de Baja Nafarroa es grande- le dijo su padre -. Pero no es la Roca.
El Cubil de Mithril, así llamaban al palacio real de Ibaizabal. Se decía que no había edificación humana más bella, salvo tal vez el palacio de los emperadores bastardos en la vieja Ebethron. Brillaba en su entereza como plata pulida bajo el sol, y se alzaba tan alto e imponente como una lanza, lleno de torres superpuestas una sobre otra. Uno de los caballeros ibaitarrak que los acompañaban, Sir Mikel Batua, le preguntó qué le parecía.
- Es grande- respondió Edurne, cortante.
El rey de Ibaizabal les esperaba en los jardines, el gesto que correspondía de un monarca hacia otro. Amurrio de la Casa Lehoi, el primero de su nombre. Era mayor que su padre, con el cabello como una cascada plateada bajo la corona, pero aún era fuerte. Las trompetas anunciaron la llegada del padre de Edurne y el heraldo del rey Amurrio los presentó.
- ¡Eneko de la Casa Harria, el Tercero de su Nombre, Rey del Pueblo Libre de Egurria! ¡Edurne la Bella de la Casa Harria, Princesa de la Montaña!
Aquella era la costumbre ebethroni. Los egurriak no perdían el tiempo con tantas ceremonias. Sin embargo, su padre no hizo nada para desaprobar la conducta ibaitarrak, y Edurne tampoco lo haría. Era su hija, la princesa de la Roca.
- ¡Sois mi huésped, rey de Egurria! ¡Dejadme alimentar a vuestros hombres y aceptad la buena voluntad de mi pueblo!- exclamó el rey de Ibaizabal. Su voz es potente, como el rugido de un león, pensó Edurne, pero los rugidos son mudos ante la dureza de las rocas.
El rey Amurrio cabalgó hacia ellos y se encontró con su padre, y ambos descabalgaron. Los monarcas se abrazaron y se dieron un beso en cada mejilla. Luego, Amurrio se acercó a Edurne, tomando su mano y rozándola con sus labios. No hizo cumplidos.
- Venid, Eneko- dijo -. Hay mucho de que hablar.
Se volvió hacia ella.
- Edurne, mi hijo os acompañará al castillo.
Su padre la miró, asintiendo levemente a las palabras de Lehoi.
Edurne creía que no conocía al príncipe Aitor, pero al verlo se permitió dudar. Sabía que había visto esa melena de oro rojo antes, y esos ojos grises, brillantes... ¿enloquecidos?
Ni la máscara de solemnidad ni el jubón con el león de los Lehoi y ni siquiera la belleza que le otorgaban la limpieza y la afeitada hubieran podido disfrazar a Zuri ante sus ojos.
- ¿Me permitis, mi señora?
- Sí.
El príncipe Aitor la tomó del brazo y juntos caminaron hacia el castillo.

sábado, 10 de mayo de 2008

Hambre por la noche

Pensaba en qué deseaba comer esa noche. Ni bien llegó comió un paquete de galletas de chocolate y luego se preparó un sanguche de queso derretido y jamonada polaca, pero todavía tenía hambre. Así que pensaba en un aperitivo y otro. Pensó en otro sanguche de queso y jamonada. Luego pensó en un sanguche de atún, en abrir sin más la lata de atún y meterlo en el pan con todo y aceite. Pero entonces pensó que sería desperdiciarlo, pudiendo freir el atún junto con unas tiras de tocino, como le gustaba. Pero afuera sus tíos jugaban a las cartas, y el olor de la fritura llegaría allí y probablemente se quejarían. Entonces pensó en simplemente meter una lonja de jamonada polaca en un pan y así lo hizo, antes de comérselo. Pero todavía tenía hambre. Pensó entonces en qué otras cosas podía comer. Pensaba en galletas de chocolate y potecitos de yogur de plátano y granadilla y en barras de chocolate y cucharadas de manjar blanco. Recordó la gelatina de fresa en su refrigerador, el jugo de manzana y la cerveza. También pensó en la posibilidad de prepararse un jugo de naranja, a la antigua, pero eso requeriría ruido y trabajo, y a esa hora, con sus tíos afuera, no era conveniente. Además, le apetecía comer, no trabajar. Entonces pensó en qué otra cosa podía comer. Pensó en las salchichas que se había terminado en la mañana y en los chocolatines que se había comido antes de ir a la universidad y en la chocoteja que había comprado en el bus antes de llegar a casa y en la botella de vino dulce que quizás pudiera compartir otro día con la muchacha con la que empezaría a salir. Pensó en el pollo con patatas que había comido en el almuerzo. Pensó de nuevo en el queso y en el atún y en comerse el atún con las galletas de soda que guardaban en la despensa. Pensó en la perra que a esas horas dormía en el jardín. Pensaba en toda la comida que había pensado antes y en el cuchillo en el lavadero. Pensó en tomar el cuchillo e ir al jardín y probar algo de carne. Escuchó un ladrido. Hizo lo que pensó.