Edurne no podía dormir. Había pasado cerca de una semana desde que fuera rescatada y no podía decir que hubiera descansado siquiera diez horas en ese tiempo. Y no era solo la desconfianza que le producían sus dudosos salvadores, sino también el frío que le calaba hasta los huesos. Esa noche, les había rogado que encendieran una hoguera, pero Peru se había negado con vehemencia.
- Hay cosas peores que los bandidos en las montañas, Alteza- le había dicho el mercenario tuerto -. No os matará la brisa de otoño, pero tal vez lo hagan las bestias.
Edurne lo sabía. Eran las montañas del reino de su padre, donde moraban las Tres Legiones. Pero los guerreros egurriak no eran los únicos que habitaban las cordilleras, sino también leones montañeses, bestias desplazadoras e incluso bandas de orcos. El fuego podía ser un aliado, pero también un terrible enemigo. Y los hombres que la protegían, Peru y Zuri... Zuri ni siquiera era de Egurria, sino de Ibaizabal. Simplemente no podía confiar en ellos, por mucho que lo intentara. Al amanecer, Peru se acercó para despertarla, pero no se sorprendió al hallarla despierta. Hacía tiempo que había dejado de insistirle que debía descansar. De desayuno comieron patatas secas con bacalao y pan negro.
- Se ha acabado el pescado, Alteza- le dijo Zuri mientras afilaba su daga con una piedra de amolar -. Esta tarde comeremos papas y bellotas. Si queréis alguna uva pasa.
El ibaitarrak siempre sonreía con afabilidad, pero había algo insolente en su voz y en sus ojos que a Edurne no le gustaba nada. Era bastante más joven que Peru y tenía los dos ojos, pero su cabello rubio rojizo era una maraña tan gruesa y enrredada como la lana de una oveja, y olía tan mal o peor como su compañero. Una tarde se le había acercado demasiado mientras descansaban y le había dado un empujón con tanta fuerza que el ibaitarrak había caído al suelo sobre las grupas.
- Vaya, parece que es verdad que los Harria sois duros como la roca, mi señora- le había dicho.
- Llamadme Alteza, mercenario. Tendríais que saber mejor cuál es vuestro lugar- le respondió ella. Zuri había reído suavemente y se había disculpado, pero sus ojos habían ardido con algo más que insolencia. ¿Furia, tal vez?
Cabalgaron un largo trecho, sin siquiera detenerse para comer. Edurne se había negado y los mercenarios no insistieron. La verdad era que no tenía mucha hambre y cada parada servía para retrasar su descenso Finalmente, tuvieron que detenerse a pocos metros de un desfiladero. Las monturas estaban agotadas y Peru había logrado convencerla; no quería matar a los caballos.
Zuri y ella se habían echado a descansar mientras Peru montaba guardia. El hombre tuerto estaba sentado sobre una roca, arco en mano, con un puñado de flechas clavadas a su alrededor.
- ¿Peru?
Una vez más, dormir le había resultado imposible.
Peru suspiró.
- Decidme, Alteza.
Edurne se acercó a donde estaba el mercenario. El viento le agitaba los rizos de obsidiana.
- ¿Lo hicisteis solo por la recompensa?
Edurne pudo ver la sonrisa que se formaba bajo la espesa barba.
- Sois la princesa de Egurria, Alteza. Hicimos lo que teníamos que hacer.
- Vuestros amigos no eran egurriak, Peru. No debían a mi padre ninguna lealtad.
- Es cierto princesa. Pero Lord Ugarte sí. Era lo justo, lo que cualquier hombre honrado hubiera hecho. Incluso los aventureros y los que aceptan el oro de los nobles pueden tener honor, Alteza.
Aventureros. Edurne sonrió con tristeza. Aquella era una palabra romántica para referirse a saqueadores y mercenarios, criaturas idealizadas por las canciones y las historias de los bardos.
- Entonces sí fue por la recompensa.
Peru no respondió, y Edurne se retiró para acostarse en el rincón donde yacían sus mantas.
Más tarde esa misma noche, la despertó el ruido de los pasos de un borracho. Zuri cayó a su lado con la botella de vino en la mano.
- Alejáos- dijo Edurne con voz ronca, poniéndose de pie de un salto. "Mierda," oyo murmurar a Zuri mientras se ponía de pie.
- Tiritábais, mi señora- dijo el mercenario -. Os traía mis mantas y un poco de vino caliente.
Le dio un trago rápido a la bebida.
- Bueno, quizás no tan caliente.
Edurne quiso gritar, pero entonces toda la torpeza de Zuri desapareció y pronto se encontró frente a ella, con una mano sobre su boca y otra rodeando su cintura.
- ¡Dejad a Peru dormir, joder, ya bastante ha hecho por vos! ¿Por qué tenéis que ser tan melindrosa?
Sus ojos se encontraron. Los de la princesa, grandes y almendrados, y los del mercenario, grises y brillantes. Enloquecidos.
Lentamente, Zuri retiró la mano de su boca, solo para recibir un escupitajo de Edurne en la cara. El muchacho le tapó la boca nuevamente, sin siquiera molestarse en limpiarse la saliva.
- Claro, cuando queréis sois toda regia, Alteza, pero la verdad es que sois una fiera. Os hace falta más que vino para calentaros- Zuri sacudió la cabellera -. La verdad es que os falta un hombre en el lecho. Es eso. Habéis florecido hace ya tiempo y necesitáis un hombre que os quite el frío. Alguien joven y fuerte y apasionado... ja.
Zuri se apretó contra ella y Edurne pudo sentir su aliento a vino, y la presión de su entrepierna contra su cuerpo. Zuri la olisqueó despacio y dejó escapar un suspiro. Entonces ella no pudo aguantar más y le propinó un rodillazo, ahí donde sentía el bulto de su miembro.
- ¡Perro ibaitarrak!- gritó.
- ¡Joder... ! - el mercenario aulló de dolor -. ¡No... esperad!
Edurne había echado a correr, y sin siquiera ensillar su caballo, subió sobre él y huyó cabalgando.
- ¡Edurne!- pudo escuchar como un lamento tras de ella.
Cabalgó sin detenerse, durante un tiempo que le pareció una eternidad, con las nalgas sangrando y los muslos entumecidos y el viento golpeándola en el rostro. Cabalgaba y cabalgaba. No quería saber más de mercenarios, ni de las frías montañas de los legionarios, ni de los traidores como Lord Ugarte. Solo quería volver a su casa y ver a su padre, y no saber más de hombres ni de aventureros, ni de Zuri y sus ojos grises.
Un golpe seco en las patas de su montura hizo que la bestia la descabalgara, relinchando con dolor. Edurne cayó al suelo y rodó sobre si misma, a penas conciente del dolor que sentía.
- Hemos esperado todo el maldito día de mierda- dijo una voz gutural sobre ella. Tardó en darse cuenta de que no le hablaba en la lengua nafar, sino en ebethroni, la lengua común de los pueblos libres. Abrió los ojos. Por un momento no pudo ver más que luces de brillantes colores, tonos de verde y rojo, pero poco a poco descubrió ante ella los rostros porcinos, grisáceos, las sucias greñas, los ojos que brillaban como carbones ardientes... y las hachas de batalla.
Cerró los ojos nuevamente, pero no trató de negar la realidad. Sabía que aquellos que la rodeaban no eran seres humanos. Eran orcos grises de las montañas de Egurria, salvajes y enemigos de todos los hombres. Los escuchó hablar en su lengua, tosca y gutural. El nafarrera que se hablaba en Egurria e Ibaizabal no era un idioma delicado a comparación de las lenguas de otras naciones continentales, pero sin duda, la lengua de los orcos lo dejaba muy por detrás.
Seguramente discutían si debían conservarla como rehén o si simplemente debían violarla o quizás hacerle algo mucho peor. No lo sabía, pero ella no estaba dispuesta a tolerarlo. Prefería morir.
- Niña- comenzó a decir el orco que había hablado antes. Sin embargo, algo lo distrajo, porque se volvió hacia un lado, imitado por sus compañeros, como esperando o escuchando algo con atención. Entonces gritaron, furiosos, y entre sus gritos Edurne oyó los cascos de los caballos. Uno de los orcos dio una orden y otro la levantó de forma brutal y sin hacer esfuerzo, como si no fuera más que una bebé. Edurne trató de defenderse, lo mordía y lo golpeaba y pese al dolor en las piernas no dejaba de patear. El orco, sin embargo, a penas se inmutaba, y se movió a la carrera. Cuando hubieron llegado a una caverna, la criatura la dejó caer sobre el piso de piedra.
- ¡Engendro Dorrhuk llevar tu estómago va!- rugió, y empezó a desatarse el cinto. Edurne quiso ponerse de pie pero el orco le dio una patada en el estómago, devolviéndola a donde estaba. Entonces se lanzó sobre ella, dispuesto ultrajarla.
- ¡Dejadme, bestia inmunda!- exclamó Edurne. La saliva verdosa del orco goteaba sobre su cuello, su olor a rancio impregnaba todo a su alrededor y los pelos duros de todo su cuerpo le hacían daño mientras el salvaje trataba de rasgar sus vestiduras. Entonces algo lo sacó de encima suyo. Alguien. Como un relámpago, Zuri empujó a Dorrhuk contra una de las paredes de la cueva y le hundió la espada en las entrañas. Dorrhuk chilló de furia y dolor y el mercenario ibatarrak retiró la espada de su cuerpo, antes de cortarle el cuello. El orco se llevó las manos a la garganta al mismo tiempo que Zuri lo atacaba de nuevo en el mismo sitio, cortándole los dedos además de
Los rayos rojos del sol de la mañana se filtraban en la cueva, y Edurne pudo ver la sangre negra bañando a Zuri, a su espada, a las paredes y el mismo suelo. Y sin embargo, la princesa no estaba asustada. Trató de sonreír, pero no pudo; le dolían demasiado las piernas.
Peru no tardó en llegar con el arco y un hacha orca en la mano; él también estaba manchado con sangre de salvajes. Al verse, ninguno de los dos mercenarios se dijo nada, pero Zuri agachó la cabeza e hizo un gesto hacia Edurne.
- ¡Princesa!- exclamó Peru entonces -. ¿Estais bien? ¿Estais herida?
- Estoy bien, Peru- dijo Edurne. Había tratado de tranquilizar al mercenario tuerto con el sonido de su voz, pero esta no era más que un hilo ronco. Se aclaró la garganta -. Creo que me he roto una pierna, tal vez las dos.
Peru pidió su aprobación con una mirada y palpó sus piernas. Edurne dejó escapar un leve quejido y el hombre pareció aliviado.
- No... habéis tenido suerte, tan solo una luxación. Tenéis el tobillo roto, pero no es nada grave. Podré encargarme de esto.
Cuatro días después, llegaron a Roca Dorada, una pequeña aldea al pie de las montañas. Ahí los hombres de su padre recibieron a Edurne, que hablaron con Peru durante un rato.
- Realmente espero que nos disculpéis, princesa- le dijo el mercenario cuando se acercó a ella para despedirse -. Ha sido un honor para mí... sois valiente. Sois una verdadera Harria de la Montaña.
Edurne sonrió con calidez.
- Gracias, Peru.
Zuri no pudo estar ahí para despedirse. Peru lo había enviado a buscar una posada y provisiones.
Una parte de Edurne hubiera querido olvidar todo lo sucedido en las montañas, pero la princesa que había en ella no podía hacerlo. Los primeros Harria eran legionarios de las montañas, guerreros de roca y bronce. Había sobrevivido, se había hecho más fuerte.
Habían pasado años, pero no pudo evitar recordar todo mientras se adentraban en Ibaizabal, dejando atrás las montañas inclementes para entrar en tierras más verdes y amables. Ahurti, la capital del reino, era una promesa de otros tiempos. En Irún, la capital de Egurria, abundaban las construcciones de piedra, legado de los antiguos señores nafarrak, pero Ahurti era distinta, llena de altas construcciones de mármol blanco y plata élfica, templos y plazas, reflejo de la cultura ebethroni que conquistó la península nafar hacía siglos. Era eso por sobre todas las cosas lo que separaba a los egurriak de los ibaitarrak. Pulido mármol blanco y piedra dura e inclemente.
Los estandartes de los Lehoi colgaban de las almenas del palacio real, un león dorado sobre campo de azur. Caballeros vestidos con relucientes armaduras, montados en inmensos corceles blancos les aguardaban.
- La belleza de Baja Nafarroa es grande- le dijo su padre -. Pero no es la Roca.
El Cubil de Mithril, así llamaban al palacio real de Ibaizabal. Se decía que no había edificación humana más bella, salvo tal vez el palacio de los emperadores bastardos en la vieja Ebethron. Brillaba en su entereza como plata pulida bajo el sol, y se alzaba tan alto e imponente como una lanza, lleno de torres superpuestas una sobre otra. Uno de los caballeros ibaitarrak que los acompañaban, Sir Mikel Batua, le preguntó qué le parecía.
- Es grande- respondió Edurne, cortante.
El rey de Ibaizabal les esperaba en los jardines, el gesto que correspondía de un monarca hacia otro. Amurrio de la Casa Lehoi, el primero de su nombre. Era mayor que su padre, con el cabello como una cascada plateada bajo la corona, pero aún era fuerte. Las trompetas anunciaron la llegada del padre de Edurne y el heraldo del rey Amurrio los presentó.
- ¡Eneko de la Casa Harria, el Tercero de su Nombre, Rey del Pueblo Libre de Egurria! ¡Edurne la Bella de la Casa Harria, Princesa de la Montaña!
Aquella era la costumbre ebethroni. Los egurriak no perdían el tiempo con tantas ceremonias. Sin embargo, su padre no hizo nada para desaprobar la conducta ibaitarrak, y Edurne tampoco lo haría. Era su hija, la princesa de la Roca.
- ¡Sois mi huésped, rey de Egurria! ¡Dejadme alimentar a vuestros hombres y aceptad la buena voluntad de mi pueblo!- exclamó el rey de Ibaizabal.
Su voz es potente, como el rugido de un león, pensó Edurne,
pero los rugidos son mudos ante la dureza de las rocas.
El rey Amurrio cabalgó hacia ellos y se encontró con su padre, y ambos descabalgaron. Los monarcas se abrazaron y se dieron un beso en cada mejilla. Luego, Amurrio se acercó a Edurne, tomando su mano y rozándola con sus labios. No hizo cumplidos.
- Venid, Eneko- dijo -. Hay mucho de que hablar.
Se volvió hacia ella.
- Edurne, mi hijo os acompañará al castillo.
Su padre la miró, asintiendo levemente a las palabras de Lehoi.
Edurne creía que no conocía al príncipe Aitor, pero al verlo se permitió dudar. Sabía que había visto esa melena de oro rojo antes, y esos ojos grises, brillantes... ¿enloquecidos?
Ni la máscara de solemnidad ni el jubón con el león de los Lehoi y ni siquiera la belleza que le otorgaban la limpieza y la afeitada hubieran podido disfrazar a Zuri ante sus ojos.
- ¿Me permitis, mi señora?
- Sí.
El príncipe Aitor la tomó del brazo y juntos caminaron hacia el castillo.