Recuerdo la primera vez que te vi sexualmente. Llevabas puesta una blusa amarilla y regresábamos juntos en un taxi luego de las clases en la Alianza Francesa. Me hablabas de unos alumnos que tuviste, a los que dabas clases de matemática, hijos del embajador del Líbano o algo así. Sin embargo, mi atención había recaído en tus pechos. Es cierto que eran pequeños, pero me di cuenta de que me gustaban. Me gustaron mucho, y a riesgo de sonar vulgar, me di cuenta de que no encontraría otro par de tetas igual.
Supongo que no lo había hecho antes porque había asumido que tenías mi edad, y yo no solía ver de ese modo a la gente de mi edad. Pensé en cómo sería tocarlas, cómo sería probarlas y hacerte el amor. Claro, me sentí un poco culpable. Hasta ahora habías sido realmente amable conmigo, y los asuntos de índole sexual, al involucrarse conmigo, se tornaban algo agresivos. Me sentí culpable porque yo no era un amante gentil; esto no quiere decir que no fuera un amante generoso (lo soy, o me gusta pensarlo así). Simplemente, quiere decir que no importaba lo suave que tratara de ser o lo satisfecha que dejara a mi compañera, siempre terminaba lastimándola en mayor o menor medida. Y yo realmente no quería lastimarte.
Digamos que yo con el sexo era algo así como tú con las relaciones sentimentales. Aún así, no dejaba de escuchar lo que decías. Yo nunca dejé de escuchar lo que decías. Te preguntabas qué habría sido de tus alumnos. Pobrecitos, pensaba yo. Pobrecitos por no haberte visto otra vez, y sin embargo, qué afortunados por haber tenido una maestra como tú. Sí, en eso pensaba. Me hubiera gustado que tú me hubieras dado clases de matemáticas, me decía sin poder dejar de mirarte. A ti y a tus pechos.
(30 de junio del 2007)
(30 de junio del 2007)
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