domingo, 15 de junio de 2008

Aritz

Aritz encontró a Danel sentado en una mesa bastante alejada de la barra. El local estaba casi desierto. Ante su hermano había una copa vacía y una jarra de vino medio llena.
- Has estado bebiendo- dijo.
Danel asintió antes de servirse de nuevo. Vació la copa, sin darse tiempo para disfrutar la bebida.
- Deberíamos irnos- dijo entonces -. Esto ha terminado.
Aritz cerró los ojos por un segundo. Trató de pensar en una respuesta que pudiera contradecir con inteligencia aquella afirmación. Cuando reconoció que le resultaría imposible, abrió los ojos y se sentó.
- Puede que viva- dijo.
- Puede- contestó Danel -. Pero yo no lo creo.
Aritz sonrió con tristeza.
- Estuvimos realmente cerca, Dani.
Pero ya no tenían nada que hacer allí. Aunque el príncipe Aitor sobreviviera, estaría protegido día y noche. Nadie podría verlo, y menos dos soldados egurriak como ellos.
- Paga eso. Nos vamos esta noche.
Danel asintió.
Danel y él habían partido de Egurria con una misión. Aritz había estado ante el rey, le había jurado en el nombre de su casa y el del trono de piedra que él y su hermano no fallarían. Lo había jurado en el nombre de su casa y el del trono de piedra, pero solo había logrado pensar en el de Edurne. Y aún así, habían fallado. ¿Qué sentido tenía volver de esa manera?
- ¿Por qué nosotros?- le había preguntado al rey cuando este le dijo lo que esperaba de él y Danel.
- Amas a mi hija. Eres uno de mis mejores guerreros. Tu familia tiene honor... podrías haber sido mi hijo, Aritz, pero los dioses son caprichosos- dijo. Entonces Eneko III había suspirado -. Podría haber una guerra.
Sí, podría haberla. Después de lo que había sucedido en las calles de Ahurti esa tarde, las probabilidades de aquello se habían multiplicado. Los ibaitarrak culparía a los egurriak, eso lo tenía claro. Se odiaban. ¿Pero sería su culpa? Se miró las manos y escudriñó las líneas sobre ellas, como buscando la más pequeña e imaginaria mancha de sangre. Estaban limpias, casi impolutas. Tuvo que reconocer que no tenía culpa alguna. Entonces, ¿por qué se sentía así?
Esa misma noche, mientras Danel y él salían de la posada, un par de hombres les cerraron el paso. Uno de ellos tenía ojos azules como hielo escarchado, y era bastante más alto que ellos. El otro, de espesa barba rojiza, le llegaba a la altura del hombro, pero era aún más corpulento que su hermano.
- Egurriak- dijo el más alto -. Ustedes malditos perros... si querían que les quitasemos todas sus tierras, debieron haberlo dicho. El rey Amurrio lo hubiera hecho encantado, y ustedes solo se habrían deshonrado corriendo... pero luego de lo de hoy, ni siquiera los dioses van a tenerles piedad.
- Nos estamos yendo- dijo Aritz. Él y Danel permanecieron inmutables.
- ¿Creen que pueden entrar y salir de aquí, así como así? Cerdos asquerosos, vamos a partirles el culo aquí y ahora.
- ¡Eh, en mi posada no, Ur, qué coño te pasa!- intervino el posadero -. ¡Deja que se marchen!
Ur se echó a reír, igual que su compañero. Risas cargadas de desprecio. El hombre barbudo escupió.
- ¡Escoria como esta, se cuelan en una procesión sagrada y matan a un hombre de sangre real por la espalda! ¡Son unos vulgares asesinos!
- ¡Ur, coño, el príncipe no está muerto!
En ese momento, Danel cogió a Ur por el cogote, estampándolo contra una pared. Su amigo trató de ayudarlo, pero Aritz lo cogió por el brazo y se lo retorció, antes de darle un rodillazo en el estómago que le dejó sin aire.
- No tienes pruebas- dijo Danel, apretando el cuello del ibaitarrak con cada vez más fuerza -. No volverás a acusarnos sin pruebas, ¿me entendiste? No volverás a hacerlo... o te cortaré las pelotas, aquí y ahora.
Aritz miró al posadero. El hombre tan aterrorizado como el propio Ur. El rostro de este último estaba tan rojo como una manzana, y lágrimas amargas corrían por sus mejillas, más por la falta de aire que por el miedo.
- No volverás a acusarnos sin pruebas, ¿me entendiste?- repitió Danel.
Aritz dio un paso hacia su hermano.
- Ya te entendió, Danel.
El ibaitarrak asintió como pudo, y solo entonces Danel le soltó. Cayó de rodillas, cogiéndose el cuello con ambas manos y aspirando grandes bocanadas de aire. Ambos egurriak recogieron sus cosas y sin decir nada más, salieron de la estancia.
Afuera la luna rota le robaba fuerzas a la noche, y la brisa acariciaba la piel. Caminaron hacia los establos, donde sus caballos les esperaban ensillados. Montaron, y mientras lo hacían, Aritz pensó una vez más en lo que había sucedido esa tarde. Y una vez más, sintió culpa. Pensó en los guardias que no habían logrado proteger a su príncipe y en el destino que les aguardaba.
- Esos guardias merecen la muerte- dijo Danel, como si le hubiera leído la mente.
Aritz asintió.
- Lo sé- dijo. Era la ley egurriak, la ley de los antiguos nafarrak. Un hombre pagaba por sus errores.
Él no había hecho nada, nada directamente, pero aún así se sentía culpable. Y podía comprender el porqué. En el fondo de su corazón, había rezado a los dioses porque ocurriera algo así. Amaba a la hija del rey y el rey lo amaba a él. Era uno de sus mejores guerreros, podría ser su hijo... pero la hija del rey, su princesa, ella no lo amaba a él. Edurne amaba al príncipe de Ibaizabal.
- El posadero tiene razón- dijo entonces. Danel le miró, extrañado -. El príncipe Aitor no está muerto. Tenemos que llevarle el mensaje, Dani.
Su hermano abrió la boca para decir algo, pero no tuvo tiempo de hablar. Las campanas habían empezado a sonar en ese mismo instante, anunciando lo inevitable. Danel dejó escapar una risa ronca, hueca y desganada.
- Es demasiado tarde, Aritz.

3 comentarios:

Anónimo dijo...

uhhh. chan chan =0
me agradan esos cuentos, me dejan metida :D
asi que siguelo ¬¬
Saludos.

Naella dijo...

Me encuentro de acuerdo con lo que dice el estimado "anónimo" me meto en la historia siguelo...

y si hay tiempo para ti pliz ojea mi blog..pasate...(=
=D

Lion Chinaski dijo...

Bueno nena, este es el 4to relato de estos. Ya pondré el quinto.
Saludos (: