domingo, 31 de agosto de 2008

El asistente

Teníamos este bicho parado sobre las manos, con la cabeza entre las piernas. Era terriblemente grotesco. Qué puedo decir, es lo que sucede con las tiendas de curiosidades. Chicho y Martín y yo abrimos la tienda porque realmente no teníamos nada más que contactos y muchas ganas de patear piedras así que pensamos, por qué no. Y un día el abuelo de Chicho, que vivía en Liberia, nos trae este gran bicho, horrible, vestido como un pingüino sucio y apestando a madera podrida. Y el viejo viene y nos dice, bien, pónganlo en la vitrina. Sí así no atraen clientes, mierda, nunca los atraerán. El pollo está descabezado antes de haberle quitado las plumas. O algo así, porque verán, yo no sé en qué orden viene eso de desnucar a los pollos, es solo una frase, ¿me entienden?
Y bueno, tanto como que muchos clientes no atrajo, el simio este, el bicho, pero algún curioso si que entraba. Algún curioso con su enamorada, con su amigo, con su hijo menor. Unos cuantos, entre hora y hora. Y ahí estaba, dando vueltas alrededor del piano de Ornstein, persiguiendo las termitas en la alfombra, hostigándonos con esos cantos terribles y armoniosos, detestables, brillantes e insoportables, como los aullidos de un lobo en medio de una ópera. Habían días en que no lograba soportarlo. No podía mirarlo, ahí, con la cara pegada a las ventanas, masticando, siempre masticando y gritando, girando con esas manos pequeñas y callosas. Habían días que simplemente me encerraba, me daba un trago, me ponía generoso con mi debilidad, lloraba y me sacaba las legañas y me preguntaba cómo habíamos podido llegar ahí, cómo habíamos podido llegar a eso. Y la respuesta no llegaba nunca. Solo la resaca, las deudas, el paro.
Martín también lo ignoraba. Martín y yo tratábamos de ignorarlo, ya lo he dicho, pero Chicho no podía, Chicho contemplaba las dagas de marfil del Líbano, las liras de Micenas, las mantis negras de Madagascar, y a aquél bicho horroroso y nos decía, miren la confianza que nos tiene mi abuelo, miren estas maravillas, todas aquí, todas en nuestra tienda. ¿No es maravilloso?, decía. ¿Preferirían hacer alguna otra cosa?, preguntaba. Y nos invitaba a irnos. Nos decía que él tenía la mayor parte de los contactos, que él era el jefe de verdad. No lo era, pero entonces nosotros desviábamos la mirada, tratábamos de esquivar sus ojos acusadores, solo para encontrarnos con aquél horrible esperpento, parado sobre sus sucias manos.
Llegaba algún dinero todavía en aquellos días, pero me estaba volviendo loco. Quiero decir, era terrible, indignante. No podía con mi vida, volcaba mis penas en mujeres de la peor clase, esas putas de tetas enormes y terribles que esperaban a la vuelta, no podía hacer nada más que ahogarme en ellas, hundirme en sus cuerpos, alcoholizado, resacoso, endeudado. Me vuelvo repetitivo, lo sé. La cosa no avanzó mucho más. Rezaba día y noche entre dientes picados porque algún hombre, algún alma caritativa, llegase a la tienda de curiosidades, quiero decir, a nuestra tienda de curiosidades, la que hacía ya tanto tiempo habíamos abierto Chicho, Martín y yo, con el capital del abuelo de Chicho, y se llevase a aquella cosa horrorosa, a aquél bicho intolerable e infernal. Y así fue, un día, cuando menos lo esperábamos, a las 3 de la tarde, con Alan García Presidente y el Municipal en la televisión ganándole a los potrillos por 3 a 1 apareció aquél hombre alto y noble, de pelo ralo y rasgos como de un águila, y entró y se sentó a la pianola, levantó la tapa lentamente y pareció estudiar las teclas poco a poco, muy lentamente, como si inspeccionara las partículas de polvo entre las ranuras. Y entonces, al volverse, cuando contempló a la criatura, se puso de pie, caminó hacia mí, el único que se encontraba a esa hora, ese día, en la tienda, sacó su chequera del bolsillo y me dijo, ¿cuanto por el mono? Y yo me le quedé mirando, boquiabierto. Le dije que no lo sabía, que era la pura verdad, porque no me había acercado nunca lo suficiente para mirar la etiqueta con el precio. Lo que no le dije fue que no me atrevía, que me repugnaba, que su sola cercanía me daba nauseas, arcadas, que me provocaba estrellar el cráneo deforme que asomaba entre sus piernas contra las paredes, contra el suelo, contra los peñascos más agudos de un desfiladero. Entonces ese hombre, ese noble hombre, cogió al bicho por la cintura, miró la etiqueta y sacó su chequera. Y lo compró, junto con el piano. Nos dio su dirección, y nosotros le facilitamos el instrumento musical. Y el bicho, por supuesto, el cual se llevó ahí mismo, sin más. Y yo me sentí realmente aliviado, como no me había sentido en mucho tiempo. Entré a la trastienda y me serví un vaso de whisky y lo sentí bajando por mi garganta hasta el fondo de mis entrañas, calentándolas. Más tarde, cuando Martín y Chicho se enteraron, Martín casi hizo una fiesta. Chicho nos miraba con recelo, desconfiado, pero el dinero estaba en el mostrador, los datos de aquél noble salvador de cabello ralo y plateado, todo estaba ahí. Todo era legal.
Pasó el tiempo. La gente dejó de venir a nuestra tienda. Tuvimos que cerrarla. El abuelo de Chicho perdió todo. Chicho mató a Martín. Y yo, ahora...

2 comentarios:

Batahola dijo...

"Tetas enormes y terribles". xD
Buen cuentito...
:)

Anónimo dijo...

y tu... tu ahora escribes sobre tus noches someras