Un día cuando volvía a mi casa de la Católica, había un viejo sentado en el bús que me dejaba en Aviación. Ya no habían más asientos libres, así que tuve que quedarme de pie, agarrado de la barra junto con otras tantas personas. El viejo parecía tranquilo, desatento, como si estuviera ensimismado, o dopado, o como si su mente estuviera en un plano distinto de existencia. Me le quedé mirando. Tenía el pelo muy largo y muy blanco y desordenado, aunque era bastante escaso en la parte superior del cráneo. Su piel era roja y brillante en las mejillas y en la calva, y tenía una barba tan larga, blanca y desordenada como el pelo en su cabeza. Estaba vestido con una chompa de lana negra y un par de jeans algo descuidados. Sobre la gran nariz llevaba un par de anteojos, y cargaba una bolsa plástica cuyo contenido no podía adivinar desde donde yo estaba.
Entre la gente de pie, agarradas a la barra, habían un par de señoras de unos 60 años, de baja estatura y algo gorditas. El chico que estaba sentado junto al viejo se puso de pie y le cedió el asiento a una de ellas. La otra no tardó en encontrar a alguien que hiciera lo mismo por ella.
Por un momento el viejo pareció salir de su ensimismamiento. No dijo nada, pero asintió con aprobación.
El chico que había estado sentado junto al viejo y que ahora estaba de pie, a mi lado, llevaba colgada una mochila negra en el pecho. El viejo volvió la cabeza hacia él y le dijo, con voz muy fuerte y muy clara:
- Déme su mochila. Yo se la cargo.
El chico no respondió. Parecía confundido. El viejo repitió su ofrecimiento.
- Déme su mochila. Yo se la cargo.
El chico de la mochila negra se le quedó mirando y después de un rato solo atinó a negar con la cabeza. No pude entender si no quería molestar al señor o si simplemente no confiaba en él. A mí me daba igual. En mi mente me burlaba de él por no aprovechar la ayuda que le ofrecía aquél hombre. Qué sujeto tan tonto y orgulloso. Yo de buena gana hubiera aceptado el ofrecimiento del viejo, pues mi maletín cargado de papeles y cuadernos empezaba a fastidiarme y además llevaba unos cuantos libros bajo el brazo. Pero a mí el viejo no me había ofrecido su ayuda. Realmente era como si yo formara parte de un plano diferente de la realidad.
La señora al lado del viejo solo conversaba con la otra señora, que estaba unos cuantos asientos más allá. Conversaban mucho y reían. El viejo parecía haber regresado a su estado de meditación, dopamiento o lo que fuera que fuera el estado de relajación (llamémosle relajación) en que se hallaba. Yo una vez más comencé a observarlo.
Algo en ese señor de edad avanzada me era familiar. La barba era muy larga y el pelo también, pero no eran tan voluminosas como las de un hombre especialmente velludo. Esa barba y ese pelo blancos y rizados habían sido cultivados con entusiasmo o con la falta del mismo a lo largo de una cantidad de días, meses o incluso años. La chompa era normal dentro de lo que cabía. Era una chompa barata, que yo mismo habría comprado si me preocupara un poco más de comprarme ropa. Los jeans rotos probablemente desentonaban a los ojos de otras personas, pero al viejo eso no parecía importarle. Y justamente porque no parecía importarle, ya no desentonaban.
Me pregunté cómo sería yo cuando tuviera la edad del viejo, si llegaba a la edad del viejo. Me pregunté si sería como él. Entonces me encontré deseando ser como él algún día, despreocupado, amable y a su modo imponente, como un brujo del bosque o una vieja estrella de rock, a quienes todos miraban con suspicacia y desaprobación, pero que en unos pocos como yo despertaban admiración. En determinado momento, también, me pregunté si aquél viejo no podría ser yo en otro tiempo. En otro tiempo y quizás otro espacio. Quiero decir, el viejo, las señoras bajitas y el tipo de la mochila negra no parecieron verme en ningún momento, no parecieron prestarme atención en absoluto. Quiero decir, no me habían visto. Pensé en alguna clase de accidente espacio temporal, en alguna clase de agujero de gusano, en tantas teorías complicadas que la verdad sea dicha, yo desconocía del todo. Las descarté todas. Seguí mirando al viejo hasta que conseguí un lugar donde sentarme. Entonces empecé a leer unos cuentos de Bukowski y por un rato me olvidé de él.
Al rato, cuando comenzamos a acercarnos a una avenida desconocida, una avenida que ahora, por más que trato realmente no logro reconocer en mi cabeza pero que quizás en el momento no me llamó especialmente la atención, salvo por la pobreza en la zona, el viejo se puso de pie. Se abrió paso con cuidado delante de la señora y se agarró de la barra de metal. Entonces pude ver que lo que llevaba en su bolsa de plástico eran manzanas. Creo que aquello me sorprendió.
- ¿Manzanas?- pregunté más para mí mismo que para otra persona.
Entonces el viejo se volvió hacia mí. Lentamente y sin preocuparse demasiado. Parecía absolutamente relajado. Sonreía.
- Para fermentar- dijo.
- Ah.
El bús se detuvo en la esquina del semáforo y el viejo se abrió paso entre la gente. O más bien, la gente le abrió paso a él. Cuando bajó lo vi por la ventana, caminando solo con su bolsa, despacio, bajo la luz de los faros.
miércoles, 16 de julio de 2008
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