lunes, 28 de julio de 2008

Hijo de la Bestia

Mi padre era el rey de los Leones de la Roca. Era el segundo en la línea de sucesión, pero mi abuelo decidió que era más apto que su hermano y lo coronó en su lugar. El Reino de la Roca, sin embargo, estaba sumamente empobrecido y el título de mi padre no hizo mucho por nosotros.
Mi madre era la reina del océano. Ella era un ser de las profundidades, una criatura incomprensible e inefable. Ella y mi padre solo se encontraron en el lecho una vez. Aquello fue suficiente para consumar el matrimonio y asegurar la hegemonía de los Leones de la Roca sobre el abismo del mar. Yo era el heredero de la Roca y el Abismo.
Mi crianza no fue muy diferente de la de otros nobles venidos a menos. La mayor diferencia era mi título de príncipe y la herencia que algún día habría de reclamar. Tenía un mentor en las ciencias humanas, un maestro de armas que me impartía lecciones sobre la guerra y un tutor de equitación, entre otros. Durante mis horas de estudio, mi padre me observaba en silencio desde el balcón con cierta gravedad.
A veces iba a ver a mi madre. Entre los peñascos al pie del Viejo Acantilado podía ver la entrada a su reino, el abismo verde y azul del mar. Ella siempre me esperaba allí, sus cabellos agitándose en torno a las ondulaciones, sus escamas y tentáculos irguiéndose hacia mí, helados. Era mi madre, pese a todo, y había algo de cálido en su canción y en sus gestos. Yo me limitaba a verla y a escucharla, pero sabía que algún día tendría que bajar al abismo y entrar en su reino.
Antes de dejar para siempre mi hogar en la Roca, mi padre me habló sobre los Leones una última vez. No éramos muy distintos de otros reyes y sus linajes. Éramos una familia orgullosa, llena de tradiciones, pero sobre todo de ambiciones. Luego nos despedimos y partí hacia el mar en la oscuridad. Reclamaría mi nuevo trono, en nombre de la casa de mi padre.

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