Visualicemos a un hombre, Adán Kadmon. Un hombre fuerte y erguido. Está desnudo, pero si quisiéramos podríamos vestirlo y ornamentarlo con las ropas más finas (o más pobres) y los más llamativos adornos. Ropa interior, camisetas, chaquetas, trajes a la medida, chompas, ponchos, trapos, shorts, faldas, zapatos, zapatillas, mocasines, sandalias, pantuflas, medias, medias con agujeros e incluso pantimedias. Joyas, pitas, pulseras, muñequeras, coderas, rodilleras, cascos, sombreros, cadenas, collares, dijes, anillos, guantes, anteojos, dildos, gafas. Al final, no importa como queramos adornar o vestir a nuestro hombre, esencialmente, sigue siendo el mismo. El hombre en sí no cambia, y aún más, lo que lleva adentro -su corazón, sus tripas- permanece inmutable. Es esa parte esencial del hombre, su interior, sus órganos vitales, la que nos interesa, pues nunca podremos adornarla. Sesos y visceras que realmente hacen a uno hombre.
De vez en cuando uno puede sacarse un órgano, mostrarlo en su esplendor y mucosidad ante un público o una realidad atónita, pero el resto permanecen cubiertos de forma pudorosa por grasas y músculos y otras carnes menos coloridas. A veces uno puede vomitar fuerte y dejar en el piso jugos gástricos, bilis, residuos de un hígado hecho paté. También se podría hurgar en la nariz con un palito y empezar a sacar pequeños trozos del cerebro. Pero a veces todo esto no es suficiente.
Entonces, ¿qué si pudieramos regurgitarlo todo de golpe? De forma impúdica, gore, visceral, incendiaria, desparramar todos nuestros órganos, nuestras visceras, nuestras tripas y sesos sobre la alfombra persa de la literatura? Para algo así, sería necesaria una nueva plaga de peste negra, algo que disparase el gatillo o prendiese la mecha interna de los hijos de Adán Kadmon, y pudiese, al fin, liberar al verdadero hombre, al narrador, al poeta, y mostrarlo, húmedo y viscoso sobre la seda, en todo su esplendor.
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1 comentario:
me gusta. ^^
Saludos.
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